El relato

El Espacio Cultural Colombre toma su nombre de un relato del escritor italiano Dino Buzzati aparecido en el libro Il Colombre e altri cinquanta racconti, publicado en Milán por la casa editorial Mondadori en 1966.

Dino Buzzati, en un refugio de montaña, en Cervinia, 1954

Dino Buzzati. Autoretrato, 1959

DINO BUZZATI (Villa San Pellegrino, Belluno, 1906 – Milán, 1972). Fue desde niño una especie de enfant prodige. A los 8 años comienza a estudiar música, toca el violín y más tarde el piano. Se apasiona por la egiptología y escribe cartas en lenguaje jeroglífico. Practica el alpinismo y la escalada desde 1920. Sueña con montañas, pero se licencia en leyes por la Universidad de Milán y entra en 1928 como periodista a la redacción del Corriere de la Sera. El periodismo le permite viajar por Palestina, Grecia, Siria y El Líbano y, en 1939, se embarca para Addis Abeba (Etiopía), país que recordará como un «fabuloso western»: se compró un caballo, que no pudo traerse de vuelta a Milán, fue cazador en safari y viajó una y otra vez en avionetas de dudosa seguridad, al tiempo que en ocasiones se vio envuelto en batallas con las bandas de rebeldes del país.

Publicará en estos años El desierto de los tártaros (1940) y Los siete mensajeros y otros relatos (1942), mientras participa en operaciones navales y de espionaje por el Mediterráneo. Pinta para sus dos sobrinas la historia de La famosa invasión de los osos en Sicilia (1945) y sigue publicando libros de relatos: Pánico en la Scala (1949), El hundimiento de la Baliverna (1954) y Sesenta relatos (1958), además de memorables crónicas de todo género: negras, de arte, musicales, teatrales e incluso deportivas, como las dedicadas al Giro de Italia del 49. En 1958 muestra al fin sus dibujos y pinturas en una galería de Milán, al tiempo en que ya anda volcado en mil y una labores relacionadas con el mundo del teatro y los escenarios.

En la década de los sesenta regresa a la novela con El gran retrato (1961) y Un amor (1963) y nuevos viajes le llevan por Tokio, Jerusalén, Nueva York, Washington, Bombay y Praga. En 1965 se reúne con Federico Fellini y juntos escriben un guión de cine para una película, El viaje de G Mastorna, que, aunque jamás llegó a rodarse, está considerada como la quintaesencia de la filmografía del director. En 1966 publica El Colombre y otros cincuenta relatos y se casa con una joven Almerina Antoniazzi, cuya muerte, en 2015, deja abierta la posibilidad de que salgan a la luz miles de páginas de los diarios que Buzzati fue escribiendo, desde 1920 hasta 1972, y que aún se conservan inéditos.

CUANDO Stefano Roi cumplió los doce años, le pidió como regalo a su padre, capitán de mar y patrón de un hermoso velero, que lo llevase consigo a bordo.

—Cuando sea grande –le dijo– quiero surcar los mares como tú. Y gobernaré un barco mucho más bonito y grande que el tuyo.

—Que Dios te bendiga, hijo mío –le respondió el padre.

Y como precisamente aquel día tenía que zarpar con su embarcación se llevó al niño con él.

Hacía un día estupendo, con un sol radiante; el mar estaba en calma. Stefano, que no había estado nunca a bordo de un barco, paseaba feliz por cubierta, admirando las complicadas maniobras de las velas y preguntando a los marineros por todo aquello que iba viendo. Estos, siempre con una sonrisa dibujada en la cara, le iban dando todas las explicaciones pertinentes.

Cuando se asomó a la popa, el chico, picado por la curiosidad, se detuvo a observar algo que parecía avistarse intermitentemente sobre la superficie del mar, a una distancia de unos doscientos metros siguiendo la estela del barco.

El navío navegaba empujado por un magnífico viento de popa, y aquella cosa se seguía manteniendo siempre a la misma distancia. A pesar de que no acababa de comprender su verdadera naturaleza, entendía que tenía un no sé qué de inexplicable, que lo atraía intensamente.

El padre, que había dejado de ver a Stefano pasear por el puente, lo llamó dando grandes voces, y al ver que no obtenía respuesta dejó su puesto de mando y se puso a buscarlo.

—Stefano, ¿qué haces ahí pasmado? –le preguntó cuando lo encontró al fin en la popa, de pie, mirando las olas.

—¡Papá, tienes que ver esto!

El padre se acercó y miró también en la dirección que le indicaba el niño, pero no consiguió ver nada.

—Hay algo oscuro que asoma cada tanto al final de la estela, algo que nos persigue.

—Pese a mis cuarenta años –dijo el padre– creo que sigo gozando de buena vista. Pero tengo que reconocer que no veo nada, absolutamente nada.

Pero viendo que el hijo insistía fue a por el catalejo y oteó la superficie del mar, siguiendo la estela del barco. Stefano vio entonces a su padre ponerse blanco.

—¿Qués es? ¿Por qué pones esa cara?

—Ojalá no te hubiera escuchado –exclamó el capitán–. A partir de ahora no podré dejar de preocuparme por ti. Aquello que ves asomarse por las aguas, y que nos sigue, es algo que en adelante te habrá de importar. Es un colombre. Es el pez más temido por los marineros de todos los mares del mundo. Una especie de escualo espeluznante y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que quizás nunca se consigan saber, elige a su víctima, y cuando la tiene elegida la persigue durante años y años, durante toda la vida, hasta que al fin consigue devorarla. Y lo más curioso de todo es que nadie logra divisarlo, a excepción de la propia víctima y las personas de su misma sangre.

—¿No será una leyenda?

—No. Yo no lo había visto jamás. Pero, por las descripciones que he oído tantas veces, lo he reconocido enseguida. Ese hocico de bisonte, esa boca que se abre y se cierra continuamente, esos dientes terribles. ¡Stefano, no hay ninguna duda!, desgraciadamente, el colombre te ha elegido y mientras tú surques los mares no te dará tregua. Escúchame: regresaremos inmediatamente a tierra, tendrás que desembarcar y no te arrimarás nunca más a la costa, por ninguna razón del mundo. Me lo tienes que prometer. El oficio del mar no está hecho para ti, hijo mío. Tendrás que resignarte. Además, ten en cuenta que también permaneciendo en tierra podrás hacer fortuna.

Dicho esto, hizo que inmediatamente el barco virase ciento ochenta grados y arribó de nuevo al puerto, desembarcando a su hijo con el pretexto de un imprevisto malestar. Luego volvió a partir, esta vez sin él.

Afectado profundamente, el chico quedó en el borde del muelle hasta que el último pico del velamen se desvaneció en el horizonte. Más allá del muelle, donde el puerto terminaba, el mar quedó completamente desértico. Pero, achicando los ojos y aguzando la vista, Stefano consiguió divisar un puntito negro que asomaba intermitentemente en las aguas: «su» colombre, que rondaba arriba y abajo muy lentamente, obstinado en esperarlo.

Desde entonces al chico se le disuadió como se pudo de las ansias de mar. El padre lo envió a estudiar a una ciudad del interior, alejada centenares de kilómetros. Y durante algún tiempo, distraído por el nuevo ambiente, Stefano no pensó más en el monstruo marino. Sin embargo, por las vacaciones de verano, regresó a casa y lo primero que hizo, apenas tuvo un minuto libre, fue apresurarse para visitar el borde del muelle, a fin de hacer una especie de comprobación, aunque en el fondo lo creyese innecesario. De alguna manera, el colombre habría renunciado al asedio; eso admitiendo, después de haber pasado tanto tiempo, que la historia narrada por su padre hubiese sido cierta.

Pero Stefano se quedó allí, atónito, con el corazón palpitante. A una distancia de doscientos o trescientos metros del muelle, ya casi mar adentro, el siniestro pez estaba allí, rondando de acá para allá, lentamente y alzando cada tanto su hocico a la superficie del agua y dirigiéndolo a tierra, como si vigilara con ansia el posible regreso de Stefano Roi.

De este modo, la idea de que una criatura enemiga lo esperaba día y noche pasó a ser una secreta obsesión para Stefano. E incluso en la lejana ciudad le ocurría que se desvelaba en mitad de la noche por aquella inquietud. Allí estaba seguro, sí, centenares de kilómetros lo separaban del colombre. Pero con todo, él sabía que más allá de las montañas, los valles y los bosques, el escualo lo esperaba. Y, aunque se trasladara al más remoto de los continentes, allí el colombre se habría también mostrado al acecho en el reflejo del mar más cercano, con la inexorable obstinación que tienen los mecanismos del destino.

Stefano, que era un chico serio y menesteroso, continuó con provecho los estudios y, en cuanto se hizo mayor, encontró un empleo digno y remunerado en un almacén de aquella ciudad. Mientras tanto el padre vino a morir, víctima de una enfermedad, y su magnífico velero fue vendido por su viuda, quedándose el hijo con la herencia de una modesta fortuna. El trabajo, las amistades, las distracciones, los primeros amores: Stefano ya había encarrilado su vida, pero la idea del colombre le atormentaba como si se tratara de un mal presagio, al tiempo que se le aparecía como un espejismo fascinante; y con el paso del tiempo, antes que desvanecerse, parecía que se hacía más consistente.

Son grandes las satisfacciones de una vida laboriosa, acomodada y tranquila, pero más grande es aún la atracción del abismo. Stefano acababa de cumplir los veintidós años, cuando se despidió de los amigos de la ciudad y renunciando a su empleo, regresó a su ciudad natal para comunicarle a su madre la irrevocable decisión de seguir el oficio paterno. La mujer, a la que Stefano no había jamás mencionado ninguna palabra acerca del misterioso escualo, aprobó con júbilo su decisión. El hecho de que el hijo abandonara el mar por la ciudad, le había parecido siempre, en lo más hondo de su corazón, una traición a las costumbres familiares.

Así Stefano comenzó a navegar, dando fe de sus cualidades de marinero, resistiendo las fatigas con intrépido ánimo. Navegaba, navegaba, y en la estela de su embarcación, día y noche, en calma o en tempestad, se afanaba el colombre. Stefano sabía que aquella era su maldición y su condena, pero precisamente por esto, quizás, no encontraba las fuerzas para apartarse de él. Y nadie a bordo, a excepción de él, divisaba al monstruo.

—¿No veis nada en aquella parte? –preguntaba de vez en cuando a sus compañeros, indicando la estela.

—No, no vemos nada de nada. ¿Por qué?

—No lo sé. Me parecía…

—¿No habrás visto por casualidad un colombre? –decían ellos, riendo y tocando madera.

—¿De qué os reís? ¿Por qué tocáis madera?

—Porque el colombre es un animal que no perdona. Y si estuviera siguiendo a esta nave, significaría que uno de nosotros está perdido.

Pero Stefano no desistía. La constante amenaza que le perseguía parecía multiplicar toda su voluntad, su pasión por el mar y su valor en los momentos de lucha y peligro.

Con los pocos bienes dejados por el padre, y ya sintiendo la responsabilidad del oficio, adquirió con un socio un pequeño vapor de carga. En poco tiempo pasó a ser el único propietario y, gracias a una serie de afortunadas expediciones, pudo rápidamente adquirir buena hacienda, proponiéndose siempre objetivos cada vez más ambiciosos. Sin embargo, los éxitos y la fortuna, no servían para erradicar el continuo aguijón que oprimía su estado de ánimo; y a pesar de ello, en ningún momento tuvo la tentación de vender el barco y de retirarse a tierra para emprender otras empresas.

Pero Stefano no desistía. La constante amenaza que le perseguía parecía multiplicar toda su voluntad, su pasión por el mar y su valor en los momentos de lucha y peligro.

Con los pocos bienes dejados por el padre, y ya sintiendo la responsabilidad del oficio, adquirió con un socio un pequeño vapor de carga. En poco tiempo pasó a ser el único propietario y, gracias a una serie de afortunadas expediciones, pudo rápidamente adquirir buena hacienda, proponiéndose siempre objetivos cada vez más ambiciosos. Sin embargo, los éxitos y la fortuna, no servían para erradicar el continuo aguijón que oprimía su estado de ánimo; y a pesar de ello, en ningún momento tuvo la tentación de vender el barco y de retirarse a tierra para emprender otras empresas.

Navegar, navegar, ese era su único pensamiento. No pensaba en otra cosa, ni siquiera, después de las largas travesías, cuando ponía pie en tierra, en cualquier puerto, pues de inmediato le punzaba la impaciencia por embarcar de nuevo. Sabía que fuera estaba el colombre esperándole, y que el colombre era sinónimo de perdición. No cesaba. Un indomable impulso lo llevaba sin descanso, de un océano a otro.

Hasta que un día, de repente, Stefano se dio cuenta de que se había hecho viejo, era ya todo un anciano y nadie en torno a él sabía explicarse por qué siendo rico como era no dejaba, de una vez por todas, la condenada vida del mar. Había llegado a viejo como un infeliz amargado porque la totalidad de su existencia la había malgastado en aquella especie de fuga absurda por los mares, siempre esquivando a su enemigo. Para él la tentación del abismo siempre había sido mucho más grande que los gozos de una vida acomodada y tranquila.

Y una tarde, mientras su magnífico barco estaba encallado en el puerto donde había nacido, se sintió próximo a morir. Llamó entonces en ese momento al segundo oficial, con quien tenía gran confianza, y le ordenó jurar que de ninguna manera se opusiera a aquello que se había propuesto hacer. Este, por su honor, juró y dio su palabra.

Una vez que se hubo asegurado, Stefano reveló al segundo oficial, que lo escuchaba atemorizado, la historia del colombre, que lo había perseguido continuamente durante casi cincuenta años, inútilmente.

—Me ha escoltado de una a otra punta del mundo –dijo– con una lealtad que ni el más noble de los amigos habría podido demostrar. Ahora me estoy muriendo. Y también él estará ya terriblemente viejo y cansado. No puedo traicionarlo.

Habiendo dicho esto, se despidió, mandó bajar una barca y se subió a ella, tras haberse provisto antes de un arpón.

—Iré a su encuentro –anunció–. No es justo que lo desilusione. Lucharé con mis últimas fuerzas.

Con lentos y pesados golpes de remo, se fue alejando del barco. Oficiales y marineros lo vieron desaparecer allá, en el plácido mar, envuelto en las sombras de la noche. En el cielo, como una hoz, brillaba la luna.

No había tenido que esforzarse mucho, cuando de repente el morro horrible del colombre emergió junto a la barca.

—Aquí me tienes finalmente –dijo Stefano–. ¡Solos tú y yo! –Y haciendo acopio de las energías que le quedaban levantó el arpón como para intentar asestarle un golpe.

—¡Ah! –gemió con voz suplicante el colombre– ¡Qué largo camino para encontrarte! Yo también estoy derrotado por la fatiga. ¡Cuánto me has hecho nadar… y tú huías, huías… y no has comprendido nunca nada!

—¿A qué te refieres? –dijo Stefano, aún con un hálito de vida.

—Pues que no te he perseguido por el mundo para devorarte como pensabas. Del rey del mar sólo tenía el encargo de hacerte entrega de esto.

Y entonces el escualo sacó fuera la lengua, ofreciéndole al viejo capitán una pequeña esfera fosforescente.

Stefano la tomó entre los dedos y la contempló. Era una perla de dimensiones desproporcionadas. Y reconoció que era la famosa Perla del Mar que da, a quien la posee, fortuna, poder, amor y paz espiritual. Sin embargo, ahora ya era demasiado tarde.

—¡Ay de mí! –dijo moviendo la cabeza tristemente–. ¿Cómo he podido equivocarme de esta forma? He conseguido condenar mi existencia además de arruinar la tuya.

—Adiós, pobre hombre –respondió el colombre. Y se sumergió en las negras aguas para siempre.

Dos meses después, empujado por la resaca del oleaje, una barquita encalló en un rocoso arrecife. Fue avistada por algunos pescadores que se acercaron intrigados. En la barquita, todavía sentado, quedaba un blanco esqueleto: y la osamenta de sus dedos apretaba una pequeña piedra redonda.

El colombre es un pez de grandes dimensiones, desagradable a la vista, poco común. En opinión de los marineros, y de las gentes que habitan las costas, también se le llama kolomberkahloubrhakalongakalu-baluchalung-gra. Los naturalistas extrañamente lo desconocen. Incluso hay quien sostiene que no existe.

Traducción del relato por Pedro Gozalbes del original Il Colombre e altri cinquanta racconti de DINO BUZZATI. Milán, Arnoldo Mondadori Editore, 1966.

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