Carmen Cruces Romero, artículo aparecido en la Revista Desiderata, Núm. 24 – Año VII, julio-diciembre de 2024. (Págs. 156-158). Lo reproducimos a continuación y al final del artículo os dejamos separata con las páginas de la publicación.
Define la RAE en su primera acepción el sustantivo «plaza» como: «Lugar ancho y espacioso dentro de un poblado, al que suelen afluir varias calles». Me parece correcto, y no será servidora quién le enmiende el orden a tan honorable institución, aunque, personalmente, me identifico mucho más con la segunda: «Lugar donde se venden artículos diversos, se tiene el trato común con los vecinos, y se celebran las ferias, los mercados y las fiestas públicas».
Esta querencia mía a la segunda acepción es debida a la sustancia que tiene todo lo que se cuece a pie de calle: el roce —que hace el cariño—, el vaya usted con Dios, el pregón asonantado o la verbena con orquesta de nombres estas tan valiosos como Panorama, Los satélites o Furia joven, ahí es ná.
Existen plazas que permanecerán siempre en nuestro imaginario colectivo por razones muy diversas. La llegada de la actriz Anita Ekberg a la Piazza di Trevi portando un gatito en la cabeza, mientras Marcelo Mastroianni busca con desesperación un vaso de leche para el minino por las calles aledañas en la película La dolce vita es una de ellas: «Marcelo, come here», le apremia Anita minutos después desbordante de sensualidad y de agua desde dentro de la célebre Fontana. ¿Quién no ha soñado con ser Anita Ekberg en esta escena alguna vez? Yo muchas, desde luego.
Pero barriendo para casa –porque al César lo que es del César y a Aníbal González lo que es de Aníbal González—, no estará de más citar aquí la espectacular Plaza de España de Sevilla, en la que, dicho sea de paso, también se han rodado grandes producciones. Su enclave, sus galerías a las que se accede a través de monumentales escaleras y, en definitiva, la majestuosidad del conjunto arquitectónico conforman un entorno realmente envidiable.
Aunque, como no solo de azulejo y mármol preciado vive la plaza, regreso de nuevo al cine. Hay en él otros ejemplos, quizás no tan fastuosos, pero no por ello menos adorables. Traigo al caso la conmovedora Cinema Paradiso, donde la pared encalada de una de las viviendas de la plaza del pueblo se convierte en una improvisada pantalla para sorpresa y deleite de todo el vecindario, que en plena posguerra, pasan hambre —también— de entretenimiento. Es el claro ejemplo de una plaza llena de vida, donde los sinsabores de la cotidianidad consiguen hermanar a gentes de distinta condición.
Pero si retrocedemos a la primera acepción de la palabra, la Academia también nos informa de que a la plaza suelen afluir varias calles.
Vuelve la burra al trigo, y caigo en la cuenta de que el cine no solo nos ha dado grandes momentos a través de hermosas plazas, también las calles han jugado un papel importante en obras muy notables:
La sensacional y colorida puesta en escena del enfrentamiento entre dos bandas callejeras en West Side Story por estrechos callejones de Broadway, es de lo mejorcito del cine musical de los sesenta. Las acrobacias y saltos de un grupo de jóvenes que huyen de la pasma sin que se les desmorone el tupé hacen que el espectador salga del cine, sea cual sea su edad, con el convencimiento de que tiene veinte años. Es la magia del cine.
En otro contexto y en otra época, los sucios y malolientes callejones de una ciudad del sur de la Francia de 1766 que nos presenta la película El perfume son el escenario perfecto para los crímenes de Jean-Baptiste, un joven que nace con un desorbitado potencial olfativo. La película está tan bien ambientada que consigue convertir el patio de butacas en un lugar sinestésico. Aun así, recomiendo leer antes el libro.
Llegados a este punto, me pongo en la piel de reportera de calle en plena época estival, y añado a preguntas tan manidas como: «¿es usted más de playa o de montaña, de helado o de horchata?», la de: «¿es usted de plaza o de callejón?» Yo no dudaría mi respuesta ni un instante: «pues mire usted, depende del día».
Porque aparte de hablar de cine, yo he venido aquí a hablar de callejones; más concretamente del mío. Bueno, a decir verdad, no es mío en el sentido jurídico de la palabra, pero sí en el de usufructo emocional.
Podríamos exponer una lista de los múltiples encantos con los que cuenta el sevillano barrio de Triana, promocionado en todas las guías y web de turismo y con un lema que los trianeros llevan a gala: «Triana, República independiente» —no se extrañen ustedes si en el momento menos pensado sacan su propia moneda de cambio—.
Entre la calle Betis y la calle Pureza, por citar alguno de los lugares más fotografiados y emblemáticos del barrio, se encuentra la escultura al torero Juan Belmonte, una de las figuras más representativas del toreo sevillano, y sobre la que el periodista y escritor Manuel Chaves Nogales escribió su elogiada biografía Juan Belmonte matador de toros. Como particularidad, esta figura ofrece su torso abierto dejando ver a través de él la imagen de la ciudad al otro margen del río con la Giralda como telón de fondo. Si Belmonte levantara la cabeza —todo indica a que era un hombre de carácter introvertido— y viera el trasiego de fotos y selfies que se hacen cogidos de su brazo a diario se moría otra vez. Por cierto, tuvo un final bastante trágico.
Pero más allá de puntos estratégicos para visitantes propios y foráneos, el barrio de Triana cuenta con un espacio que no aparece en las guías turísticas —alabado sea Dios y la Virgen del Carmenؙ—. Se trata de Colombre. Colombre, además de ser un delicioso cuento del autor italiano Dino Buzzati del cual toma su nombre —dejo por aquí el enlace al cuento—, es un pequeño local situado en un callejón de Triana. Uno de esos callejones que parecen carecer de importancia por estar solo de paso y adolecer de azulejería y hierro forjado cuajado de gitanillas. El local fue primero cochera y más adelante un antiguo polvero.
Sin embargo, el metro cuadrado no es impedimento para que allí sucedan grandes cosas. Cosas enriquecedoras llenas de ingenio y creatividad: desde talleres de escritura y recitales poéticos hasta sesiones de narración oral, títeres, ciclos de cine, conciertos de música, presentaciones de libro, etc. De todo esto y más —también es librería de segunda mano con venta por Internet a través de Todocolección y una pequeña editorial— se nutre el espacio. Un espacio de encuentro donde la escucha activa y la complicidad hacen que las personas que allí acuden se sientan en su casa.
Al mando de este hermoso velero está Pedro Gozalbes, una de esas personas que escasean en la actualidad y que ponen mimo y cariño en todo lo que hacen; más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno. Así lo definiría yo, como se definía don Antonio Machado en su hermoso poema. Ni quito ni pongo rey. Colombre fue fundado en 2012 por Pedro Gozalbes y su compañero y amigo Rafael Delgado, después de un periplo de venta ambulante con libros de segunda mano por playas y plazas —de nuevo el ágora viva— de pueblos andaluces, una aventura novedosa, que, a pesar de lo duro —aunque no lo crean hay quintas plantas sin ascensor—, les produjo grandes satisfacciones. Con el tiempo, y ante la acumulación de libros, optaron por alquilar este pequeño-gran local que, poco a poco, y gracias al trabajo y mimo puesto en él, se ha convertido en todo un referente de la cultura sevillana.
Hacen falta mucho más espacios como este que pongan en valor el mundo de la cultura local, lugares de encuentro, de respeto y hermanamiento.
Sin ánimo de destrozarles el cuento de Dino Buzzati, no malgasten su tiempo en fugas absurdas y direcciones erróneas; pongan rumbo a Colombre y llegarán a buen puerto. Haganme caso, se lo dice una que ha ido siempre a la deriva.